jueves, 6 de agosto de 2009

¿Qué significa ser un buen profesor?



Las funciones que se adjudican a la educación surgen desde variados tópicos y posturas intelectuales. En tal sentido es posible advertir que los docentes ocupan funciones diversas dada la naturaleza de su quehacer.
Hay quienes ven en la educación la posibilidad de desarrollar al máximo las potencialidades ocultas de cada persona, de forma que a partir de ellas pueda ocupar un rol importante en la sociedad lo que le conducirá hacia su bien propio como el bien común. Es una visión esperanzadora y optimista del quehacer educativo. Desde esta visión el profesor aparece casi como un salvador, él encarna a la persona capaz de abrir las mentes de sus estudiantes y desarrollar en ellos diversos modos de vocación, de tal forma que posibilita con sus enseñanzas el desarrollo y progreso de la sociedad en su conjunto. La sociedad crece y se dinamiza gracias a la educación y el profesor es quien posibilita esto.
Sin embargo, hay personas suspicaces que ven en la educación todo lo contrario. este sería el instrumento por el cual las personas verán coartados sus sueños y esperanzas. La educación es un instrumento de conservadurismo, represión e inmovilidad social. Es la mirada del profesor que coarta la autonomí­a de sus alumnos, aquel que reprime los deseos liberales de la juventud, el que humilla a aquellos alumnos que se atreven a pensar por si mismos. Los profesores son instrumentos de poderes fácticos, educan para mantener las diferencias sociales, a los hijos de clase alta les preparan la mejor de las clases, a los hijos de la clase baja se les exige y se aminoran los esfuerzos, total nunca podrán surgir de la pobreza en que están. Tenemos por tanto una educación para futuros lí­deres y una para estimular obreros. Los profesores, obreros al servicio de las clases de poder, son los gendarmes que mantendrían a cada alumno en el sitio que le corresponda.
Por otra parte se asocia la educación con la mera instrucción de contenidos. Son aquellos docentes intelectuales, que basan todo su quehacer en el nivel de conocimientos que manejan, Lo primordial es demostrar su saber ante sus alumnos. No son profesores que dicten clases para jóvenes sino para alimentar su propio ego y vanidad. Confunden la docencia con la instrucción.
En el otro extremo se encuentran aquellos que confunden la pedagogí­a con la paternidad. Para algunos el ser profesor significa ser una buen a compañía, una persona empática, capaz de atender a los problemas y necesidades afectivas y sociales de sus alumnos. Un profesor cercano, amigo, cómplice de sus alumnos, que a veces pierde su sentido formador. A veces estos profesores caen en el extremo opuesto del profesor intelectual, con ellos no se aprende pero si se pasa bien.
Estas cuatro posturas conviven entre sí, no son necesariamente negativas, quizás su error es sólo potenciar un aspecto del ser docente y no entenderlo en su totalidad.
Un buen profesor no se define por su actividad sino por el sentido que da a ella. Si tomamos el vocablo en su acepción originaria para ser un buen profesor solo bastarí­a saberse expresar adecuadamente, el profesor es aquel que expresa ante un público, el que da fe de su conocimiento y es capaz de traspasarlo.
Pero hemos visto que tal es una mirada limitada del quehacer docente. No basta con saber de un tema si soy incapaz de enseñarlo. La docencia va más ligada al cambio de la persona que recibe la enseñanza que a la capacidad de uno de expresar un concepto. Muchos hemos pasado por experiencias universitarias en que abogados, arquitectos o médico intentan dar cuenta de su saber, siendo incapaces de entregarlo en forma clara y sencilla.
Es por esto que prefiero la palabra educador antes que profesor. Educar implicar dirigir, orientar, facilitar un cambio en la persona del otro. Lo intelectual se supedita aun interés mayor: la capacidad de desarrollar la vocación de otro. El educador es aquel que dispone su vida, sus acciones al servicio de otro. Es un servidor, quizás en su sentido originario, de ayuda, de solí­cita compañi­a. Sin embargo no es un sirviente, no pierde su vida en ayudar y en la felicidad ajena. No se diluye en exigencias ajenas olvidándose de sí. Antes bien, encuentra su propia felicidad y realización en esa donación al otro. No hay dicotomí­a entre el educador y el educando, hay complementariedad, la felicidad de uno se desarrolla con la del otro.
He aquí una primera característica de un buen profesor: es alguien feliz. El educar es un acto humano, un acto que se realiza entre dos voluntades que buscan cada una su propia finalidad y que desean en la consecución de ese fin su propia realización. La felicidad es el fin que persigue toda persona humana, en este caso se visualiza y expresa con el desarrollo de la propia vocación. El profesor es aquel que encuentra en su propia vocación el facilitar el encuentro de otro con su propia vocación. Para ello es indispensable que el profesor tenga conciencia de la valí­a de su misión, pues de otra forma el error se convierte en la muerte de los sueños del otro.
Sin embargo hay un riesgo en esta visión. La raí­z latina de la palabra educar es la misma que la de la palabra conducir. Es posible de pronto que algunos profesores sientan que su rol es conducir, dirigir, manipular los pasos de sus educandos. Nada más peligroso cuando el profesor se autoimpone el rol de salvador de sus alumnos. De aquel que decide y elige por ellos restando la capacidad de autodescubrirse, de desarrollarse plenamente, en el fondo restando libertad a sus estudiantes.
El profesor es alguien autónomo. Segunda característica. Entiendo por autonomí­a lo que planteaba Kant en su visión ética. Autonomí­a no significa independencia extrema, ni tampoco falta de toda regla o norma, sino más bien implica la capacidad de desarrollar una voluntad propia que permita tomar decisiones por si mismo. Aprender a actuar sabiendo que de mis actos otros se verán implicados y así­, sin tener que recurrir al temor de sanciones ajenas, actuar pensando y poniéndome en el lugar de todos. La persona autónoma no es un egoí­sta egocéntrico que no sabe que los demás existen, sino aquel que reconoce que sui existencia es más llevadera con la compañi­a y apoyo de otros. Si un docente es autónomo enseñará a los alumnos a descubrir su propia autonomí­a y acrecer siendo fieles a sus propios principios e ideales y no movido por sus caprichos y deseos egoístas e infantiles.
Sin embargo, no nos engañemos, la autonomí­a no se logra desde la espontaneidad. A veces confundimos la libertad con la total independencia de normas y reglas, sin darnos cuenta que si las reglas existen es precisamente para educar nuestra libertad. Por ello es que es preciso reconocer una tercera característica del docente: es alguien disciplinado. El profesor está para educar, para cumplir con el rol social que permitir que las generaciones más jóenes logren ajustarse a los requerimientos de la sociedad en que estén. Por ello es que el docente no puede perder de vista el apego a normas de convivencia que permitan que los jóvenes eduquen su libertad. No se trata de imponer una obediencia ciega a normas y principios sino enseñar a respetar esas normas por lo valioso que contienen tras de si. Educar la autonomía supone ayudar a decidir, enseñar a elegir entre lo que se debe hacer y lo que no se puede hacer. Pero para ello es preciso alentar una voluntad firme y constante. La disciplina ayuda a mantenerse fiel en la elección ejecutada, a continuar en la senda que ya se eligió. Sin disciplina las personas se vuelven inconstantes, temperamentales, pequeños bipolares morales que son incapaces de mantener la palabra ofertada o la promesa entregada.
Esto requiere que el docente sea prudente. Hemos aprendido que las acciones éticas han de fundarse en un correcto discernimiento, no basta con conocer de valores y principios, ni de elaborar sendos discursos sobre ética, sin en las acciones cotidianas y concretas, cuando se plantean dilemas entre lo correcto y lo bueno no sabemos que efectivamente hacer. Por ello es que es preciso que el docente sea prudente, sepa cómo actuar desde una acción ética y no políticamente correcta. Un ánimo educado y capaz de tomar decisiones efectivas, centradas no en el beneficio propio ni en lo políticamente correcto, sino en valores y principios efectivamente formativos.
Por último, me parece que estas acciones desde el plano ético se fortalecen mas cuando quien las emite es alguien capaz de fascinar y atraer la atención de sus alumnos. Por ello es que creo sinceramente que la mejor forma de enseñar y educar a los alumnos es cuando el profesor se muestra a sus alumnos como alguien con autoridad. Pero me refiero a esa autoridad que surge de quien posee experiencia, de quien enuncia verdades basadas en hechos o conocimientos que ha adquirido en su vida. Un profesor debe ser culto. Debe de potenciarse ante sus alumnos por la fuerza de sus vivencias que le convierten en un referente válido y digno de imitar. El mejor ejemplo no se da en acciones estereotipadas o en un discurso lleno de cliché sobre lo correcto, sino en una personalidad que trasciende y que se hace interesante para sus alumnos. La cultura le permitirá al docente ampliar la mirada de sus alumnos, ayudarles a reconocer que existen otras formas de actuar, mejores y más éticas que lo que ya hacen. Un alumno no se acerca al liceo o colegio a repetir lo que ya sabe, sino a ampliar su horizonte, solo un profesor con el conocimiento y la sabiduría propia permitirán responder a esta necesidad vital.
Un profesor por tanto debe dejar de ser un mero instructor de contenidos para convertirse en un pleno educador, en un servidor de las vocaciones ajenas.



Publicado por rdiaz

jueves, 23 de julio de 2009

Algunos consejos para intentar ser buen maestro


Lo que aquí se expone refleja algo de lo que se aprende a lo largo de una vida de ser docente. Se dice con el deseo sincero de comunicar aquello en lo que creemos y tratamos de practicar, esperando que sea útil a mis compañeros profesores. Quedan otras ideas, quizá no menos importantes, para próxima ocasión. No expliques la lección nueva. Es práctica común entre los profesores, que nos pongamos a explicar la lección o clase nueva, pues pensamos que es nuestro deber y que nuestra sabia y docta exposición es irremplazable. Pocos son los docentes que dan la oportunidad a sus alumnos para que por sus propios medios, con la guía del profesor, por supuesto, aborden el tema de estudio y construyan su propio conocimiento. Si bien es cierto que todos los maestros reconocemos que nadie puede aprender por otra persona, también es cierto que se nos olvida que, por contraparte, cada quien debe hacer lo suyo para lograr aprendizajes. Para la próxima clase nueva, en vez de pensar cómo vas a exponer el tema, mejor piensa en cómo vas a invitar a los alumnos para que empiecen a conocerlo por su propios medios. No repitas la explicación al alumno que no entendió. Si nos atenemos al diccionario, repetir es "volver a hacer lo hecho" y si esto es así, de nada nos va a servir. Es decir, si repetimos la misma explicación, de la misma manera, lo más seguro es que no nos entiendan, no porque nuestros alumnos sean de pocas entendederas, quizá nosotros somos de "pocas explicaderas". En fin, lo mejor es buscar otros caminos, otras formas de ayudar al estudiante a que comprendan o aprendan lo que deseamos. Si sólo se tratara de repetir la explicación o la lección a los que no entienden, no tendríamos un solo alumno atrasado. La verdad es que sólo demostramos que somos buenos profesores cuando auxiliamos con éxito a aquellos que tienen problemas para aprender. Con los otros, los que aprenden fácilmente, cualquiera es maestro y muchos de ellos aprenden sin o a pesar del profesor. Por lo mismo, hay que tener mucha capacidad, mucha inventiva, mucha atención a las necesidades reales de los estudiantes, de modo que nuestro apoyo se realmente efectivo. Si te sale bien una lección no la vuelvas a dar igual. Todos los profesores nos sentimos muy bien cuando una clase nos sale bien y los alumnos aprendan mucho. Lo malo es que tendemos a repetir el procedimiento sin importar que se trate de otro grupo en condiciones diferentes. Cuando repetimos los procedimientos de enseñanza, sin cambiar nada de acuerdo a las nuevas circunstancias, esperanzados en que volveremos a tener éxito, entramos en un proceso en el que nos encasillamos y hacemos de la docencia un espacio fijo, inmutable, que parece protegernos del error, pero que nos aprisiona y no nos permite mejorar. En todo procedimiento de trabajo, bien sea exitoso o que nos condujo al fracaso, hay necesidad de aplicar la reflexión, el análisis sobre lo hecho. En esta acción hay que incorporar la duda: ¿es lo mejor que puedo hacer?, ¿por qué digo que aprenden mis alumnos?, ¿sólo porque repiten lo que yo dije o lo que dice el libro?, ¿de verdad es lo que necesitan aprender? Estas y otras preguntas pueden ayudar a la reflexión sobre la práctica y a evitar que seamos repetidores irreflexivos de técnicas o procedimientos. No hagas caso del alumno latoso. Esto, en el momento en que el estudiante esta "dando lata" y causando problemas. Generalmente nuestros alumnos se comportan así para llamar la atención. Si nosotros detenemos la actividad, aunque sea para llamarles la atención, ellos lograron lo que querían: llamar la atención. Es preferible atender al niño o joven cuando está en una actividad productiva y no hacer lo cuando comete desorden. De esa manera él se dará cuenta que sólo recibirá nuestras atención cuando se comporte de cierta manera. A eso, los psicólogos le llaman "moldamiento de la conducta" y consiste en premiar, en nuestro caso con atención, solamente cuando existe el comportamiento deseado. Muchas madres de familia utilizan adecuadamente este procedimiento psicológico, cuando sus niños hacen un berrinche y ellas, en lugar de voltear a verlos se vuelven y los ignoran olímpicamente. Los niños terminan por reconocer que esa conducta no da resultado y tienen que ensayar otra cosa. Lo mejor es atender verdaderamente a todos los estudiantes de manera personal. Esto se logra cuando hay actividad de estudio o trabajo que desarrollan los mismos y el profesor tiene tiempo para acercarse a ellos. Con esto satisface no sólo las necesidades de atención, sino también las de aprendizaje. Al terminar el tema no les preguntes a tus alumnos. Casi siempre utilizamos las preguntas orales o por escrito para verificar si nuestro alumno aprendieron el tema. Generalmente les preguntamos sobre las mismas cosas que vimos y esperamos que nos respondan tal cual lo estudiamos. Esto obedece a la preocupación y al deseo de que nuestros alumnos realmente aprendan y no olviden aquello que consideramos importante dentro del tema. Una manera interesante de cambiar es esperar o incitar que el alumno haga sus propias preguntas o explicaciones. De esa manera obtenemos una visión más cercana de los aprendizajes lo grados, pero también de las dudas y necesidades que quedaron sin resolver. No enseñes a dar respuestas correctas. No como única forma de trabajo como la más importante. Es mejor que enseñemos a hacer preguntas. La ciencia no ha avanzado por las respuestas que da –que muchas veces no son correctas– sino por las preguntas que orientan las próximas búsquedas. Es preferible que nuestros alumnos sepan hacer preguntas a que sólo aprendan las respuestas correctas. Ellos y nosotros tendremos más posibilidades de avanzar en los conocimientos y en nuestra vida en general. No hagas exámenes escritos. No como única forma de evaluar a tus estudiantes. De preferencia elimínalos durante algún tiempo mientras ensayas otras formas de evaluación. El examen escrito –siempre y cuando técnicamente elaborado– es bueno, pero solamente como complemento de otras formas de evaluación. Lo que más frecuentemente sucede es que preguntemos lo que queremos que aprendan o lo que consideramos importante para nuestros alumnos. Ensaya a preguntarle a tus alumnos, al final de la clase o de un tema o unidad: ¿qué aprendimos y espera a que ellos hagan una reflexión acerca de lo que consideran como aprendizajes logrados. Te asombrarás de los resultados. Frecuentemente, al utilizar esta pregunta, nos encontramos con que nuestros alumnos aprendieron cosas a las que no habíamos prestado atención o no esperábamos y, también con mucha frecuencia, sucede que aquellos más importante para nosotros no aparecen como aprendizaje logrados. Si desea adentrarse en estas formas, primero pregúnteles ¿qué hicimos?, para que recuerden y reconozcan su proceso de aprendizaje, luego la pregunta del párrafo anterior y, finalmente pregúnteles ¿cómo se sintieron?, y así podrás evaluar algo de lo afectivo, que siempre reconocemos como una esfera del individuo pero que casi nunca evaluamos.


Luciano González Velasco** Profesor e investigador en la Escuela Normal Superior de Jalisco.